La ciencia ha
desarrollado un arsenal terapéutico para curar enfermedades hasta
hace poco letales. Ello ha permitido vivir mejor y puede que en el
futuro consigamos vivir más
La
inmortalidad ha sido un sueño constante en la historia de la
humanidad y este sueño ha sido ampliamente recogido en la
literatura: desde el libro
del Génesis a
El
retrato de Dorian Gray,
de Oscar
Wilde,
desde el elixir de la eterna juventud simbolizado en la búsqueda del
Santo Grial al río cuyas aguas confieren la inmortalidad, como
cuenta el soldado Rufus en El
inmortal de Borges,
por poner solo unos ejemplos. Desde una perspectiva más pragmática,
sin embargo, las aportaciones para alcanzar una mayor expectativa de
vida, las ha realizado la ciencia. Como dice Sydney Brenner: “La
magia no funciona, la religión no es fiable, nos queda la ciencia”,
y la ciencia ha dado muestras de avances significativos, porque es
una de esas tentaciones de las que lord
Henry
le hablaba a Dorian Gray: “La única forma de escapar a una
tentación es dejarse arrastrar por ella”.
A
finales del siglo XIX o principios del siglo XX, la
expectativa de vida media
era de poco más de 50 años; hoy es de más de 70, incluso de más
de 80, si se es mujer y se vive en España. Esta cuasi duplicación
de la esperanza de vida se debe a dos adelantos científicos
decisivos: los antibióticos y las vacunas
que,
junto a mejoras en la salud pública, constituyeron las bases
fundamentales del avance. El avance en cuestión se debió a haber
sabido identificar científicamente las causas más relevantes de la
mortalidad de aquel momento, que eran las infecciones, y a haber
diseñado instrumentos capaces de combatirlas de una manera eficaz.
Hoy
las causas más importantes de mortalidad no son ya los agentes
infecciosos, aun cuando siguen representando un problema grave debido
a las infecciones emergentes; hoy son los problemas cardiovasculares,
el cáncer, las enfermedades neurodegenerativas (alzhéimer,
párkinson),
las enfermedades metabólicas o las inflamaciones crónicas,
patologías que resultan de alteraciones en nuestros genes, de
nuestro material genético, de aquello que nos hace únicos y
diferentes a cada uno de nosotros. Estas nuevas causas mayores de
mortalidad han propiciado en los últimos años el desarrollo de
nuevas áreas de conocimiento y de aplicación: las tecnologías
genómicas; la epigenética; la utilización de las células madre y
la aplicación de tecnologías físicas, como la resonancia magnética
nuclear, el TAC, la ecografía o las tecnologías radiológicas no
intervencionistas, que mejoran sustancialmente el diagnóstico y el
tratamiento de muchas de ellas.
Se ha puesto de manifiesto,
además, que no pocas de esas patologías, como el cáncer, algunos
trastornos mentales como la esquizofrenia, enfermedades autoinmunes
como la esclerosis múltiple, la artritis reumatoide, la diabetes
mellitus con dependencia de la insulina, o el lupus eritematoso
sistémico, junto a un componente genético que facilita su
aparición, dependen también de factores ambientales que ejercen una
fuerte influencia causal en su aparición.
Una buena parte del
efecto ambiental como la edad, la contaminación, la dieta, el
ejercicio, las bacterias que colonizan nuestro aparato digestivo, o
el tabaquismo se deben a pequeños cambios bioquímicos, como
metilaciones y acetilaciones, bien en los genes o en proteínas que
constituyen sus soportes estructurales, como las histonas. Estos
leves cambios son anotaciones al margen de los genes que se modifican
por el ambiente y que desempeñan un papel determinante para
facilitar o impedir la activación de los genes cuyas alteraciones
actúan en la enfermedad.
El
conjunto de este conocimiento ha permitido desarrollar todo un nuevo
arsenal terapéutico responsable de que hoy un buen número de
enfermedades hasta hace poco letales, sean ya curables, sobre todo
cuando se dispone de un diagnóstico temprano. De momento ello ha
permitido vivir mejor, pero podemos ir aún más allá con nuestras
aspiraciones y quizás consigamos vivir más. En EE UU solo en los
últimos años se ha extendido la expectativa de vida un 10%. Dado
que la mayor parte del conocimiento que tenemos en la actualidad se
ha generado en los últimos 40 años y que su crecimiento es casi
exponencial, es previsible que una fracción cada vez más alta de
ciudadanos se acerque a los 120 años, que es la edad aproximada
lograda hasta ahora por la persona más longeva.
Es muy arriesgado
hacer previsiones, especialmente sobre el futuro, como dijo
irónicamente el físico Niels Bohr, pero es bien cierto que “el
futuro es lo que más me interesa porque es donde más tiempo voy a
estar”, según otro comentario irónico, esta vez de Woody Allen.
Lo que no cabe ninguna duda es que llega más deprisa de lo
imaginable: “Nunca pienso en el futuro. Llega demasiado pronto",
decía Albert Einstein. Pues bien, ese futuro ya está entre
nosotros. La aplicación conjunta de la genómica, de la epigenómica,
de las condiciones medioambientales incluida la alimentación, de la
regeneración de órganos, y el desarrollo de la inmunoterapia en el
tratamiento del cáncer, están permitiendo ya mejorar la calidad de
vida de muchísimos pacientes.
Esta calidad de vida
va dirigida al enfermo más que a la enfermedad, y ya ha dado lugar a
una nueva medicina, conocida como P4: la medicina personalizada,
predictiva, preventiva y participativa que permitirá actuar sobre
los individuos susceptibles antes de que hagan su aparición las
consecuencias de la enfermedad y en la que la participación del
paciente es cada vez más relevante para el diagnóstico y el
tratamiento de la enfermedad.
Se
han identificado variantes genéticas que predisponen a la longevidad
(entre otros el gen
de matusalén);
se han identificado marcadores biológicos de la edad con los que se
puede interferir a nivel genético; existen en sistemas
experimentales herramientas terapéuticas que permiten extender
significativamente la expectativa de vida media hasta casi
duplicarla, y si su aplicación en humanos es todavía incierta, sin
duda alguna llegarán y mejoraran nuestra expectativa de vida media.
Hoy son ya más de
10.000 los centenarios españoles, pero el futuro no está exento de
nubarrones. Necesitamos una nueva estructura social para hacer
compatible el vivir más, con las perspectivas que la sociedad ofrece
a la tercera edad. Es impensable que una persona pueda vivir en ese
estadio la mitad de su vida, si la sociedad no ofrece posibilidades
de desarrollo, de disfrute, de realización personal durante ese
largo periodo de vida. Finalmente, los costes sanitarios aumentan con
la edad: en la actualidad se multiplican por 4 a partir de los 65
años. Si la sociedad no genera trabajo y riqueza para la ocupación
de las nuevas generaciones, y capacidad de consumo, ¿de dónde se
generarán los recursos para cubrir esos costes?
La ciencia, pues,
puede ofrecer soluciones a nuestras expectativas, pero no se puede
esperar de ella que resuelva cuestiones que no dependen del
conocimiento, sino de la voluntad de los ciudadanos; es decir, la
ciencia no puede suplir la falta de buenas políticas, solo puede
paliarla.
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