A veces, por
ejemplo, mi padre burlaba la vigilancia familiar y escapaba. Salía a
la calle. Y se iba, claro, sin avisar a nadie.
Pero desde la
primera ocasión cuando se perdió y la familia lo anduvo buscando en
el pueblo, siempre se supo que volvía a sus orígenes y de manera
recurrente cuando escapaba se iba a la casa donde había vivido,
digamos, en su primera madurez, en su juventud, en su adolescencia,
de niño.
Una luz interior, profunda, inalterable, lo llevaba a la
casa aquella. Y se plantaba afuera, en la banqueta. Unas veces,
tocaba de manera tímida y, claro, nadie escuchaba en el interior de
la casa. Y nadie abría.
Y mientras esperaba hablaba sin ton ni
son, recuerdos que golpeaban su memoria sin una frase coherente, una
idea concreta y específica, saltando de un hecho a otro.
Entonces,
cuando se perdía la familia estaba consciente de los posibles
lugares y espacios donde solía guarecerse para salir al encuentro de
su mundo interior y/o de sus fantasmas interiores.
Otras veces,
también caminaba a la casa de una novia que había tenido, un amor
electrizante que palpitaba aún en sus recuerdos del Alzheimer.
Y,
bueno, la novia ya no vivía ahí, porque casada emigró a otro
destino, a otro pueblo; pero él tenía guardado en su memoria aquel
lugar y hacia allá caminaba.
También sabíamos de otros momentos
de lucidez cuando por ejemplo, hacia el fin de semana una de sus
hijas le decía que los otros hijos llegarían de visita.
Tal cual
escuchaba en silencio y luego se pasaba la mano derecho por la
barbilla para saber si necesitaba una rasurada. Y hacía la seña al
nieto que lo cuidaba y el nieto lo rasuraba en automático y se
dejaba hacer.
Luego, él mismo checaba si el trabajo del peluquero
estaba cumplido al pie de la letra y se volvía a restregar la
barbilla ahora con la palma de la mano.
Y sonreía, dando las
gracias con la sonrisa.
Era aquel el misterio alucinante de las
neuronas de un hombre trabajando en el último ciclo de su
vida.
Incluso, algunas veces cuando la comida, siempre una papilla
y sopita, no le gustaba, la rechazaba devolviendo la cucharada que se
le daba una a una, lo que, bueno, significaría que el sentido del
gusto, el paladar, el sabor, estaba, permanecía intacto.
Pasaba
lo mismo con el baño diario. Le gustaba que lo bañaran y se dejaba.
Y hasta jugaba con el agua como un bebé.
MURIÓ DE UN INFARTO Y
CON UNA SONRISA
Todas las tardes
gustaba de caminar un ratito en el jardín de la casa, siempre con
los pies descalzos para tener contacto con el pasto, pues dicen que
transmiten su energía natural.
Y, claro, siempre de la mano de
alguien para evitar un tropezón con la pared, con un árbol, con un
arbusto.
Algo, pues, vibraba en su mente, luchando contra el
olvido absoluto, aun cuando al mismo tiempo era insuficiente para
platicar, hilar una conversación, saber cómo había amanecido,
leerle el periódico, digamos.
Como los niños, a veces le leían
un cuento y en la segunda hoja se quedaba dormido, soñando quizá,
acaso, en algún lugar recóndito de su mente con los personajes del
cuento, que eran, como siempre aconsejaba Fidel Castro a los padres
de familia, una historia rosa para que el niño fuera feliz en el
transcurso de la noche.
Un día pidió una revista que leía el
nieto mientras lo cuidaba. Quiso leer. Y se pasó mirando las
figuritas, los muñecos, las viñetas, las fotografías, sin
pronunciar una sola palabra. Pero tenía la revista al revés y el
nieto se llenó de cariño y ternura y lo abrazó.
Muchos años en
el Alzheimer su ciclo biológico se le había alterado. Toda la noche
permanecía despierto. La mayor parte del día dormía.
Entonces,
tal cual debió reorganizarse la vida familiar, de tal manera que
aquella era una casa, dicho con gran cariño, de locos.
Y ni
hablar, una cooperación familiar, todos al quite, para contratar una
persona que lo cuidara de noche desde las 8 de la noche hasta las 6
de la mañana cuando empezaba a dormitar, agotado y cansado de una
noche en vela.
Así fueron los últimos siete, ocho años de su
vida. Murió de un infarto cardiaco con una sonrisa en los labios
como si le acabaran de narrar un cuento o de pronto, zas, hubiera
recordado un episodio agradable de su lejana historia personal.
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