Pestañas

lunes, 8 de junio de 2015

Los ratos lúcidos de un enfermo de Alzheimer



A veces, por ejemplo, mi padre burlaba la vigilancia familiar y escapaba. Salía a la calle. Y se iba, claro, sin avisar a nadie.


Pero desde la primera ocasión cuando se perdió y la familia lo anduvo buscando en el pueblo, siempre se supo que volvía a sus orígenes y de manera recurrente cuando escapaba se iba a la casa donde había vivido, digamos, en su primera madurez, en su juventud, en su adolescencia, de niño.

Una luz interior, profunda, inalterable, lo llevaba a la casa aquella. Y se plantaba afuera, en la banqueta. Unas veces, tocaba de manera tímida y, claro, nadie escuchaba en el interior de la casa. Y nadie abría.

Y mientras esperaba hablaba sin ton ni son, recuerdos que golpeaban su memoria sin una frase coherente, una idea concreta y específica, saltando de un hecho a otro.
Entonces, cuando se perdía la familia estaba consciente de los posibles lugares y espacios donde solía guarecerse para salir al encuentro de su mundo interior y/o de sus fantasmas interiores.

Otras veces, también caminaba a la casa de una novia que había tenido, un amor electrizante que palpitaba aún en sus recuerdos del Alzheimer.
Y, bueno, la novia ya no vivía ahí, porque casada emigró a otro destino, a otro pueblo; pero él tenía guardado en su memoria aquel lugar y hacia allá caminaba.
También sabíamos de otros momentos de lucidez cuando por ejemplo, hacia el fin de semana una de sus hijas le decía que los otros hijos llegarían de visita.
Tal cual escuchaba en silencio y luego se pasaba la mano derecho por la barbilla para saber si necesitaba una rasurada. Y hacía la seña al nieto que lo cuidaba y el nieto lo rasuraba en automático y se dejaba hacer.

Luego, él mismo checaba si el trabajo del peluquero estaba cumplido al pie de la letra y se volvía a restregar la barbilla ahora con la palma de la mano.
Y sonreía, dando las gracias con la sonrisa.
Era aquel el misterio alucinante de las neuronas de un hombre trabajando en el último ciclo de su vida.

Incluso, algunas veces cuando la comida, siempre una papilla y sopita, no le gustaba, la rechazaba devolviendo la cucharada que se le daba una a una, lo que, bueno, significaría que el sentido del gusto, el paladar, el sabor, estaba, permanecía intacto.
Pasaba lo mismo con el baño diario. Le gustaba que lo bañaran y se dejaba. Y hasta jugaba con el agua como un bebé.


MURIÓ DE UN INFARTO Y CON UNA SONRISA

Todas las tardes gustaba de caminar un ratito en el jardín de la casa, siempre con los pies descalzos para tener contacto con el pasto, pues dicen que transmiten su energía natural.

Y, claro, siempre de la mano de alguien para evitar un tropezón con la pared, con un árbol, con un arbusto.

Algo, pues, vibraba en su mente, luchando contra el olvido absoluto, aun cuando al mismo tiempo era insuficiente para platicar, hilar una conversación, saber cómo había amanecido, leerle el periódico, digamos.
Como los niños, a veces le leían un cuento y en la segunda hoja se quedaba dormido, soñando quizá, acaso, en algún lugar recóndito de su mente con los personajes del cuento, que eran, como siempre aconsejaba Fidel Castro a los padres de familia, una historia rosa para que el niño fuera feliz en el transcurso de la noche.

Un día pidió una revista que leía el nieto mientras lo cuidaba. Quiso leer. Y se pasó mirando las figuritas, los muñecos, las viñetas, las fotografías, sin pronunciar una sola palabra. Pero tenía la revista al revés y el nieto se llenó de cariño y ternura y lo abrazó.
Muchos años en el Alzheimer su ciclo biológico se le había alterado. Toda la noche permanecía despierto. La mayor parte del día dormía.
Entonces, tal cual debió reorganizarse la vida familiar, de tal manera que aquella era una casa, dicho con gran cariño, de locos.
Y ni hablar, una cooperación familiar, todos al quite, para contratar una persona que lo cuidara de noche desde las 8 de la noche hasta las 6 de la mañana cuando empezaba a dormitar, agotado y cansado de una noche en vela.

Así fueron los últimos siete, ocho años de su vida. Murió de un infarto cardiaco con una sonrisa en los labios como si le acabaran de narrar un cuento o de pronto, zas, hubiera recordado un episodio agradable de su lejana historia personal.






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